Corrían los años 80. Yo era militar de la Fuerza Aérea y, como muchas historias que parecen sacadas de un libro de misticismo, la mía comienza con un accidente. Un incidente laboral comprometió seriamente mi movilidad, y fui internado en un hospital militar donde, afortunadamente, la medicina de aquel entonces tenía lo necesario para iniciar un proceso de recuperación.
Durante ese período conocí a dos jóvenes avioneros, también internados: uno, afectado por graves problemas renales; el otro, luchando contra un cáncer gástrico en etapa avanzada. La convivencia forzosa entre los pasillos del hospital fue tejiendo una amistad profunda. Éramos tres almas unidas por la búsqueda de sentido y esperanza en medio del dolor físico y la incertidumbre.
Lo peculiar de nuestra relación era nuestra obsesión compartida por lo paranormal. Noche tras noche, a la hora en que las luces bajaban y el silencio se apoderaba de las salas, nos reuníamos discretamente en una sección apartada de la enfermería para leer y debatir sobre sanación holística, energía espiritual y estudios esotéricos. Formamos, sin saberlo, un pequeño grupo de investigación espiritual, limitado por los medios de la época —solo libros, revistas, y algún folleto extranjero que conseguíamos con esfuerzo. No existía internet ni celulares. Todo era intuición, lectura y una convicción absoluta de que algo más existía.
Fue en una de esas noches de estudio, impregnadas de juventud y esperanza, que surgió entre nosotros un pacto que selló lo que vendría después: «si alguno de nosotros muere primero, debe intentar comunicarse con los otros desde donde esté». Lo dijimos entre risas y solemnidad. Como si fuera un juego, pero también una promesa profunda.
En aquellos momentos, entre nuestras conversaciones y reflexiones, yo solía recordar una frase que me repetía mi abuelo Felipe desde que era niño: «Nada es imposible en esta vida, ni siquiera más allá de la muerte».
Sus palabras cobraban ahora un nuevo significado. Las llevaba clavadas en el alma como una verdad latente, esperando su momento para revelarse.
Semanas después, el joven con cáncer —el más entusiasta del grupo, el que soñaba con convertirse en oncólogo si sobrevivía— falleció. Lo supe al día siguiente. La tristeza me invadió, sobre todo porque justo la noche anterior habíamos descubierto un artículo prometedor sobre un médico europeo que lograba detener el avance del cáncer. Era una señal, pensábamos. Pero no llegó a tiempo.
Sin embargo, lo que ocurrió la noche de su muerte cambió mi vida para siempre.
Yo dormía en una estación del sótano del hospital, ya en fase de rehabilitación. Eran exactamente las 22:10 horas. El teléfono interno sonó. Me desperté con cierta incomodidad, tomé el auricular, y al principio solo escuché una estática que se intensificaba. Iba a colgar, pensando que era una falla de la línea interna, cuando entre el ruido se fue perfilando una voz. Era metálica, lejana, distorsionada… hasta que de pronto, clara, resonó en mis oídos la clave secreta que habíamos acordado.
El escalofrío me recorrió de pies a cabeza. Me quedé inmóvil. Del otro lado, la voz me dijo: «Negrito, estoy bien. Todo es muy claro acá. Solo tengo unos minutos para hablarte».
Era él. No había duda. Su timbre, su forma de decir «negrito», sus pausas… Era mi amigo. Me dijo que no me asustara. Que le transmitiera a su madre y a su hermana —que venían viajando desde provincias para su velorio— que él estaba bien. Que no lloraran. Que en su habitación había dejado cosas que deseaba que recibieran. Me dio detalles específicos de qué entregarles y qué decirles. Yo apenas podía hablar. Con la voz entrecortada, le dije que lo haría. Y entonces, simplemente, colgó.
Al día siguiente, compartí el mensaje con su familia. Todo era cierto. Las cosas que me indicó, los objetos, las palabras… incluso detalles que nadie más podía saber. Ellas lloraron, pero también se sintieron consoladas.
Lo que siguió para mí fue una caída inesperada: perdí el apetito, comencé a adelgazar sin razón médica. Pasé semanas en estado de shock, con insomnio, perturbado. Fue una tía quien finalmente me llevó con un curandero que vivía en la montaña. Según las creencias andinas y el mundo ocultista, lo que yo tenía era espanto: un trauma espiritual que se aloja en el alma después de experiencias sobrenaturales intensas. El ritual de limpieza fue duro, pero me ayudó a volver poco a poco a la normalidad.
Desde entonces, mi vida cambió. Esa experiencia fue la primera puerta hacia una conexión más profunda con la existencia del más allá. Me transformé en un investigador, un buscador, un testigo viviente de que la muerte no es el final, sino una transición. Y sobre todo, un aliado de quienes han vivido estas experiencias y a menudo son ignorados o ridiculizados.
Hoy, al contar esta historia, sé que hay quienes dudarán. Pero también sé que hay muchos otros, en silencio, que han sentido algo parecido. Este relato es para ellos. Para que sepan que no están solos. Que hay algo más. Y que, a veces, la vida después de la vida… sí responde.
Y en ese eco lejano, donde la voz de mi amigo me alcanzó, también escuché la voz de mi abuelo Felipe, susurrando en mi alma: «¿Ves? Te lo dije. Nada es imposible… ni siquiera más allá de la muerte».
Doctor hc Angel Bautista Calixto
Parapsicologo – Consejero Espiritual